TRANSMITIENDO LA PALABRA DE DIOS

lunes, 17 de enero de 2011

MI CORAZON: EL HOGAR DE CRISTO

Esforzaos, y aliéntense vuestro corazón, todos vosotros que esperáis en el Señor. Salmo 31:24

Hace muchos años escuche una historia que me dejo una marca para siempre: una historia acerca de entregarle a Cristo la vida de uno, dejándole a Él el control total. He aquí la historia, contada por un amigo mío:

Una tarde invité a Jesucristo a mi corazón, ¡Qué entrada hizo! No fue algo espectacular ni emotivo, pero sí muy real. Algo sucedió en el mismo centro de mi vida. Llegó a las tinieblas de mi corazón y encendió la luz. Encendió un fuego en el hogar y expulsó el frío. Inició una música donde había habido solo silencio, y lleno el vacío con Su amorosa y maravillosa confraternidad. Jamás he lamentado haberle abierto la puerta a Cristo y nunca me arrepentiré.
En la alegría de esta relación recién comenzada, le dije a Jesucristo: "Señor, deseo que este corazón mío sea tuyo. Quiero que te establezcas aquí y te sientas como en tu casa. Todo lo que tengo te pertenece. Déjame mostrártelo todo".

La biblioteca

La primera habitación era el estudio, la biblioteca. En mi hogar esta habitación de la mente es muy pequeña con paredes muy gruesas. Pero es muy importante. En cierto sentido es la sala de control de la casa. Él entró y miró alrededor a los libros de los anaqueles, las revistas sobre la mesa, los cuadros en las paredes. Cuando seguí con la vista Su mirada, me sentí incómodo.
Era extraño que no me hubiese sentido avergonzado de esto antes, pero ahora que Él estaba allí, mirando todas esas cosas, me sentí turbado. Sus ojos eran demasiado puros para contemplar algunos de los libros que había allí. Sobre la mesa había algunas revistas que no debía leer un cristiano. En cuanto a los cuadros en las paredes -las imaginaciones y pensamientos de la mente-, algunos eran vergonzosos.
Sonrojado, me volví a Él y dije: "Maestro, se que esta habitación necesita cambios radicales. ¿Podrías ayudarme a convertirla en lo que debería ser, y traer todo pensamiento cautivo a tí?"
"Por supuesto -respondió, y agregó-: Primero que todo, toma todas las cosas que estas leyendo y mirando que no sean útiles, puras, buenas y verdaderas, y tíralas. Después, pon en los anaqueles vacíos los libros de la Biblia. Llena la biblioteca con Escrituras y 'medita en ellas día y noche' (Josué 1:8). En cuanto a los cuadros en las paredes, te va a ser dificil controlar esas imagenes, pero aquí tengo algo que te ayudará". Me dió un retrato en tamaño natural de Sí mismo. "Cuelga esto en el centro -dijo-, en la pared de la mente".
Lo hice y a lo largo de los años he descubierto que cuando mis pensamientos están centrados en Cristo mismo, Su pureza y poder hacen retroceder a los pensamientos impuros. Así que Él me ha ayudado a traer mis pensamientos cautivos.

Comedor

Pasamos al comedor, el cuarto de mis apetitos y deseos, donde usualmente pasaba bastante tiempo. El Señor se sentó en una mesa a mi lado y me preguntó: “¿Qué hay para comer?” Le contesté que teníamos mis platos favoritos: huesos, desperdicios, puerros, y cebollas venidos directamente de Egipto. Puse la comida delante de él y no dijo nada, pero observé que no lo comía, hasta que, después de un rato, comentó: “Yo tengo una comida que comer, que tu no sabes… Si deseas comida realmente satisfactoria, busca la voluntad del Padre y no tu propio placer. Trata de agradarme y esa comida te satisfará.” Allí frente a la mesa, me dio un bocado de la alegría de hacer la voluntad de Dios. No hay nada como eso en el mundo entero. ¡Qué sabor exquisito! ¡Qué vitalidad! ¡Cuán nutritivo!.

La sala

De allí fuimos a la sala, que tenía un ambiente cómodo y acogedor. El Señor me dijo: “Esta es una habitación realmente encantadora. Vengamos con frecuencia. Es tranquila y silenciosa, buena para tener comunión.” Como creyente que había nacido poco antes, me entusiasmé. Entró a la sala y tomó un libro de la Biblia, que empezamos a leer juntos. Mi corazón ardía mientras revelaba el amor y la gracia que tenía para mí. Eran horas maravillosas. Pero poco a poco, nuestros encuentros se hacían más breves. No sé por qué, pero empecé a sentirme muy ocupado como para pasar unas horas con él. Al fin, las entrevistas no solo se acortaron sino que pasaba días enteros sin ellas.
Una mañana, cuando bajaba apurado las escaleras, vi abierta la puerta de la sala. Vi ardiendo el fuego de la chimenea y al Maestro sentado. De repente, pensé: “Es mi huésped. Yo lo invité a entrar y no lo estoy atendiendo como debo.” Con mucha vergüenza, le dije: “Maestro, perdóname. ¿Has estado aquí todas las mañanas?” “Si”, me respondió, “yo te dije que estaría contigo todas las mañanas para encontrarme contigo. Recuerda que te amo. Me costó mucho redimirte y aunque no desees disponer de un poco de tiempo para tener comunión, hazlo por mí, aunque también sea para tu bien.”

El taller

Casi enseguida me preguntó si tenía un taller en casa. En el subsuelo de mi corazón, había un banco de carpintero y algunas herramientas, pero las utilizaba poco. Lo llevé allí. Miró y dijo:”Está bien instalado. ¿Qué estás produciendo?” Miró unos juguetes amontonados sobre el banco y volvió a preguntar: “¿Todo lo que produces para el reino de Dios son estos juguetitos?” Bien, Señor” le respondí; “sé que no es mucho, y quiero hacer más, pero después de todo, parece que no tengo fuerza ni capacidad para más”. “¿Quieres trabajar mejor?”, preguntó. Sé que eres poco diestro, pero el Espíritu Santo es el Maestro Artesano y si él controla tus manos y tu corazón, obrará por medio de ti.” Se puso detrás de mí, colocó sus manos debajo de las mías y, tomando las herramientas, comenzó a trabajar. Cuanto más yo reposaba, Más pudo hacer él con mi vida.

La sala de recreación

Después preguntó si tenía alguna habitación para distraerme. Estaba deseando que no me lo preguntara. Pero una noche, cuando salía para encontrarme con algunos amigos, me detuvo con una mirada. “Si sales esta noche quiero acompañarte”, dijo.
Algo turbado, atiné a decirle: “No creo, Señor, que realmente desees salir ahora. Vamos mañana a la reunión de oración. Pero hoy tengo otro compromiso.” “Lo lamento. Creí que cuando entré en tu casa, íbamos a compartir todo, a ser socios: estoy listo a acompañarte.” “Bueno, dije entre dientes; podemos ir a alguna parte mañana”. Pasé varias horas de tortura. ¿Qué clase de amigo era yo al dejarlo deliberadamente para ir a un lugar que sabía que le desagradaba?
Cuando regresé, vi que su luz seguía encendida. Subí para hablar con él. “Señor, he aprendido la lección. No puedo estar alegre sin tu compañía.”Y entonces fuimos al cuarto de diversiones y él lo transformó. Trajo nuevos amigos, y la música y la risa volvieron a oírse en casa.

El armario del corredor

Un día me esperaba en la puerta. “Hay un olor extraño en la casa”, dijo. “Olor a algo muerto y me parece que es del armario de arriba”. Enseguida me di cuenta de qué se trataba. Efectivamente, arriba había un armario con llave. Y adentro yo había guardado algunas cositas, que no deseaba que él viese. Sabía que eran cosas muertas, pero las quería y tenía que admitir que aún estaban allí.
Subimos y me indicó que la abriese. Entonces yo me enojé. Le había entregado la biblioteca, la sala, el comedor, el taller, el cuarto de diversiones, y ahora me estaba preguntando acerca de un pequeño armario. Parecía comprender que me había enojado, y me dijo: “Si crees que voy a quedarme donde hay un olor tan fuerte, te equivocas. Me voy afuera.” Y comenzó a bajar las escaleras. Vencido, le dije: “Te daré las llaves, pero tendrás que abrir el armario y limpiarlo. Yo no tengo fuerzas.” Le pasé la llave y él abrió y lo dejó no sólo limpio, sino pintado. Y entonces me vino al pensamiento. “Señor, ¿es posible que tomes a tu cargo la dirección de toda la casa y obres en ella como hiciste con el armario? ¿Tomarás la responsabilidad “de hacer que mi vida sea lo que debe ser”? Se le iluminó el rostro. “Es justamente lo que deseo. No podrías ser nunca un cristiano victorioso con tu propia fuerza. Déjame que obre en ti y por ti. Pero no soy más que un invitado. No tengo autoridad aquí”. Caí de rodillas y le dije: “Señor, es verdad, tú has sido el invitado y yo el dueño de la casa. Desde hoy seré el criado y tú el Señor.” Corrí a la caja fuerte, tomé el título de propiedad y lo traspasé a su nombre. “Aquí tienes todo lo que soy y tengo” le dije. “Dirige tú la casa. Yo me quedaré contigo como siervo y amigo”:


¡Cuantas cosas han cambiado y en qué medida, desde que Jesucristo ha hecho de mi corazón su hogar!

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